domingo, 24 de marzo de 2013

Antonia Gutiérrez Bueno. Cuando leer era cosa de hombres

Hay que tener mucha seguridad para resistir las coacciones sin levantarse del asiento o para, una mañana o una tarde de enero de 1837, sentarse a escribir al ministro de la Gobernación para reclamar un imposible. Con su carta de 20 líneas, Antonia Gutiérrez Bueno, cuyo nombre nadie recuerda hoy, sepultó para siempre la discriminación de género que la Biblioteca Nacional (BNE) arrastraba desde su fundación en 1713.

“Siéndole difícil y aun imposible, a causa de sus circunstancias, procurarse los libros que necesita para continuar su obra, la que va recibiendo bastante aceptación del público”, solicitaba la escritora en la carta de 1837 al ministro, “un permiso para concurrir a la Biblioteca Nacional”.



Cuando se sentó a escribir su carta, Antonia Gutiérrez Bueno (Madrid, 1781-1874) tenía 56 años, un hijo diplomático y dos obras impresas. En 1835 había publicado el primer volumen de un Diccionario histórico y biográfico de mugeres (sic) célebres y antes, en 1832, un librito con artículos que ella había traducido del francés sobre “el cólera-morbo”. Ambos libros delatan aspectos de su autora: la ambición intelectual y el interés por la salud pública, sin duda un tanto extravagantes a ojos de otras mujeres decimonónicas.

Había vivido en París —quizás el Nueva York de la época— hasta la muerte de su marido, Antonio Arnau, y había crecido en una casa con libros, diccionarios y gramáticas en distintas lenguas, tratados científicos y piano. Antonia fue la tercera hija de Mariana Ahoiz y Navarro y Pedro Gutiérrez Bueno, un ilustrado que acabaría siendo boticario mayor del rey y que acostumbró a sus hijas a pensar más allá de los muros domésticos. “El padre fue un importante hombre de ciencia y Antonia tuvo acceso a una formación no habitual”, señala Gema Hernández Carralón, jefa del Museo de la BNE y rastreadora de las huellas de la primera investigadora que puso sus pies en la institución. “Fue amigo de Moratín, que le llamaba Petrus Bonus y que apodó Toinette a Antonia”.

La celeridad de la respuesta a su petición no deja de sorprender. Un mes después se había cambiado la historia, tal vez propiciada por la inusual circunstancia de que España estaba gobernada por otra mujer, la reina regente María Cristina, quien ordenó que le autorizasen la entrada y la consulta de libros. A ella y a todas las mujeres deseosas de acceder a un espacio donde, entonces, se custodiaba todo el conocimiento del mundo. “Esta mitad del pueblo tiene todavía en España conventos donde encerrarse y no bibliotecas donde instruirse”, censuró a propósito del veto machista un consejero de la reina, al tiempo que animaba a María Cristina a desterrar “ese precepto bárbaro” y abrir todas las bibliotecas públicas a las mujeres.

Y fue entonces cuando el director de la Biblioteca Nacional, José María Patiño, que había canalizado sin remilgos la petición de Antonia Gutiérrez, se encogió con desagrado y contraatacó con un escrito, dirigido al secretario de Estado de la Gobernación, repleto de pegas (la sala no resultaría suficiente “si llegasen a exceder del número de cinco o seis las mujeres que pretendiesen aprovecharse de este beneficio”) y reproches (en el último año no había recibido “un solo maravedí”). Una sala de mujeres dispararía los gastos de mobiliario y personal: “Sería preciso comprar mesas, un brasero, escribanías y lo necesario para que las señoras concurrentes estuviesen con la decencia que corresponde”. En definitiva, pide al secretario que “incline el real ánimo de Su Majestad” para que limite la autorización a la solicitante o bien que dote la medida de presupuesto.

A la reina no debió gustarle el tono, porque en el siguiente despacho reiteró que admitiesen cuantas mujeres lo solicitasen, “y en el caso de que afortunadamente el número de estas exceda de cinco o seis, lo haga usted presente, manifestando el aumento de gasto que sea indispensable”.

En el expediente que se conserva en el archivo de la biblioteca no figura el histórico día en que Antonia entró finalmente en una biblioteca donde antes que ella había ingresado su obra, se sentó en una sala separada de los lectores masculinos y reclamó todos aquellos libros que siempre había deseado consultar.

Hay que tener una gran confianza para sentarse a un escritorio y, en 20 líneas, pedir la luna. Lo nimio —un agente subversivo, bien usado— está minusvalorado.
TEREIXA CONSTENLA @elpaís

viernes, 8 de marzo de 2013

Día Internacional de la Mujer

La conmemoración del Día Internacional de la Mujer hunde sus raíces en una tragedia acaecida en Nueva York el 25 de marzo de 1911. La fábrica de camisas Triangle Shirtwaist ardió en la madrugada con centenares de mujeres que trabajaban en el interior de aquel edificio de diez plantas y que no pudieron escapar de las llamas porque los propietarios habían bloqueado todos los accesos para evitar robos en su interior.

La dramática escena en el corazón de Manhattan conmocionó a la opinión pública. 146 mujeres murieron. Al no encontrar otra vía de escape, muchas de las trabajadoras saltaron por las ventanas del edificio resultando gravemente heridas en la caída y produciendo escenas que ABC describió a sus lectores de la época.






La mayoría de las víctimas eran jóvenes inmigrantes, de origen judío e italiano, que se ganaban precariamente la vida en el taller textil de la firma. Su sacrificio no fue en vano. Tras la tragedia, las leyes estadounidenses comenzaron a recoger mejoras en la seguridad en el trabajo en el sector industrial y el incendio de la fábrica sirvió de aldabonazo para la causa de las mujeres trabajadoras y del internacionalismo obrero en general en todo el mundo.

Poco después del suceso, se creaba en Sindicato internacional de mujeres trabajadoras textiles. En paralelo, las iniciativas nacidas en el seno de la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas germinaban en la proclamación de un día para el reconocimiento de los derechos de las mujeres trabajadoras, colectivo que, merced a su movilización, se iba liberando del prisma patriarcal bajo el que era percibido por parte de los dirigentes del movimiento obrero y clamaba, no solo por las mejoras sociales, sino también por la conquista del derecho al sufragio.

En 1977 la Organización de Naciones Unidas convirtió la jornada del 8 de marzo como el Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional.
ABC - Madrid



Mujeres artistas, las "olvidadas"

Un siglo de mujeres en la Universidad


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