
MARIANO AGUIRRE
Breivik impactó contra el Partido Laborista, al que culpa de la presencia de inmigrantes en Noruega. Su crimen tiene un contenido cultural, racista, y político. La patología del asesino no oculta este triple carácter que refleja el discurso que mantienen ideólogos ultraderechistas y partidos populistas en ascenso en Finlandia, Austria, Dinamarca, Noruega, Holanda, Francia y España, entre otros.
En enero pasado, un individuo sin pertenencia a ningún grupo político acabó en Arizona con la vida de seis ciudadanos, y dejó en estado grave a la congresista demócrata Gabrielle Giffords. Activistas del Tea Party y comentaristas, con el beneplácito de una parte del Partido Republicano, comparan al presidente Barack Obama con Hitler, alertan de que su reforma sanitaria exterminará a los ancianos, y que impondrá un régimen comunista. Poco antes del atentado, Sarah Palin publicó un mapa en su página web marcando con dianas a los congresistas que había que "eliminar", entre otros a Gifford, quien había respondido: "Cuando la gente marca con una diana un nombre tiene que darse cuenta de las consecuencias de sus acciones".
La ultraderecha europea tiene en la diana a las sociedades multiculturales: la canciller Angela Merkel y el primer ministro David Cameron anuncian la muerte del multiculturalismo, tratando de complacer a posibles votantes que sufren el miedo a las transformaciones.
Algunos políticos saben que es más sencillo acusar al inmigrante musulmán o al refugiado negro de los cambios sociales y la crisis que explicar el impacto de la economía neoliberal, la especulación financiera, y la globalización de la producción y el consumo sobre las sociedades. Al acusar "al otro", al "diferente", movilizan un nacionalismo primario.
Frente a los discursos del odio que agitan el miedo social en tiempos de crisis, ciudadanos, sociedad civil, partidos y medios de comunicación deben asumir la complejidad de la situación, exigiendo responsabilidades, denunciando la mentira y promoviendo el debate.