John Everett Millais: 'Ofelia' (1851-2). Colección Tate Britain, Londres
Shakespeare, entre tantísimas otras, posee una característica extraña; al leérselo o escuchárselo, se lo comprende sin demasiadas dificultades, o el encantamiento en que nos envuelve nos obliga a seguir adelante. Pero si uno se detiene a mirar mejor, o a analizar frases que ha comprendido en primera instancia, se percata a menudo de que no siempre las entiende, de que resultan enigmáticas, de que contienen más de lo que dicen, o de que, además de decir lo que dicen, dejan flotando en el aire una niebla de sentidos y posibilidades, de resonancias y ecos, de ambigüedades y contradicciones; de que no se agotan ni se acaban en su propia formulación, ni por lo tanto en lo escrito.
Frecuento a Shakespeare porque para mí es una fuente de fertilidad, un autor estimulante. Lejos de desanimarme, su grandeza y su misterio me invitan a escribir, me espolean, incluso me dan ideas: las que él sólo esbozó y dejó de lado, las que se limitó a sugerir o a enunciar de pasada y decidió no desarrollar ni adentrarse en ellas. Las que no están expresas y uno debe “adivinar”.
Shakespeare, el mayor inspirador
Javier Marías @ ELPAIS
Ford Madox Brown: 'Rey Lear' (1848-9), óleo. Tate Britain, Londres
26-4-1564 / 16-4-1616
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