Cuando la innovación estaba muy mal vista
Javier López Facal - Profesor de investigación del CSIC
Podríamos atribuir a Los trabajos y los días de Hesíodo, que vivió allá por el siglo VII antes de Cristo, la idea tan firmemente instalada durante siglos de que "a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor". Todo tuvo su origen en aquel mito hesiódico de la Edad de Oro, en la que Crono reinaba sobre una sociedad feliz y armónica que se fue degradando hacia una Edad de Plata y luego una de Bronce, hasta alcanzar esta desdichada Edad del Hierro que, por definirla con palabras de Sánchez Ferlosio, es un "tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y lleno de dolor".
Los romanos, que importaban aplicadamente mitos y conceptos griegos, adaptaron, con Ovidio, este mito de las edades y acabaron creyendo así, a pies juntillas, que todo lo nuevo era sospechoso y, en el fondo, malo. El historiador Tácito, por poner un ejemplo ilustre, para resumir en pocas palabras la catadura moral de un sujeto que no le caía nada bien, habló de su rerum novarum cupido, "su deseo de novedades, o innovaciones".
El cristianismo triunfante al final del imperio romano adoptó como propio este rechazo hacia lo nuevo, construyendo todo un artefacto ideológico, basado en la interpretación literal de los libros sagrados y en los llamados "padres" de la Iglesia.
La Edad Media está llena, así, de ejemplos tragicómicos de esta ideología refractaria a la innovación, pero vamos a fijarnos solo en uno: el pobre fraile oxoniense Roger Bacon (1214-1294) fue condenado a la cárcel propter quasdam novitates suspectas, "a causa de algunas sospechosas novedades", que las fanáticas órdenes de franciscanos y dominicos, recién fundadas, detectaron inmediatamente en los tímidos estudios de filosofía natural (hoy diríamos, de física y química) que osó emprender este aplicado y curioso franciscano, ávido estudioso de los textos árabes que le llegaban de Toledo recién traducidos.
Destacó en su celo perseguidor el general de su propia orden, que habría de llegar a los altares con el nombre de San Buenaventura (1217-1274), quien, al morir antes que su víctima, permitió que el bueno de Roger Bacon fuese excarcelado a sus ochenta años, a fin de que muriera en paz, cosa que no consiguió porque sus hermanos de religión se encargaron de seguirlo hostigando hasta la muerte.
Javier López Facal - Profesor de investigación del CSIC
Podríamos atribuir a Los trabajos y los días de Hesíodo, que vivió allá por el siglo VII antes de Cristo, la idea tan firmemente instalada durante siglos de que "a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor". Todo tuvo su origen en aquel mito hesiódico de la Edad de Oro, en la que Crono reinaba sobre una sociedad feliz y armónica que se fue degradando hacia una Edad de Plata y luego una de Bronce, hasta alcanzar esta desdichada Edad del Hierro que, por definirla con palabras de Sánchez Ferlosio, es un "tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y lleno de dolor".
Los romanos, que importaban aplicadamente mitos y conceptos griegos, adaptaron, con Ovidio, este mito de las edades y acabaron creyendo así, a pies juntillas, que todo lo nuevo era sospechoso y, en el fondo, malo. El historiador Tácito, por poner un ejemplo ilustre, para resumir en pocas palabras la catadura moral de un sujeto que no le caía nada bien, habló de su rerum novarum cupido, "su deseo de novedades, o innovaciones".
El cristianismo triunfante al final del imperio romano adoptó como propio este rechazo hacia lo nuevo, construyendo todo un artefacto ideológico, basado en la interpretación literal de los libros sagrados y en los llamados "padres" de la Iglesia.
La Edad Media está llena, así, de ejemplos tragicómicos de esta ideología refractaria a la innovación, pero vamos a fijarnos solo en uno: el pobre fraile oxoniense Roger Bacon (1214-1294) fue condenado a la cárcel propter quasdam novitates suspectas, "a causa de algunas sospechosas novedades", que las fanáticas órdenes de franciscanos y dominicos, recién fundadas, detectaron inmediatamente en los tímidos estudios de filosofía natural (hoy diríamos, de física y química) que osó emprender este aplicado y curioso franciscano, ávido estudioso de los textos árabes que le llegaban de Toledo recién traducidos.
Destacó en su celo perseguidor el general de su propia orden, que habría de llegar a los altares con el nombre de San Buenaventura (1217-1274), quien, al morir antes que su víctima, permitió que el bueno de Roger Bacon fuese excarcelado a sus ochenta años, a fin de que muriera en paz, cosa que no consiguió porque sus hermanos de religión se encargaron de seguirlo hostigando hasta la muerte.
No quiero recordar aquí ahora las dificultades que, al efecto, tuvieron por estos reinos hispánicos Arnau de Vilanova o Ramón Llull, por motivos semejantes a los de Roger Bacon, lo cual puede explicar que cuando se acaba creando el neologismo "innovación", allá por el siglo XIV, aparezca siempre en contextos condenatorios.
Obviamente, cuando se considera que toda innovación consiste en una alteración del orden establecido, uno debe referirse a ella siempre en frases como "no habrá innovación ni alboroto" (Pedro Cieza de León) o, "sin perjuizio, disminución, ni innovación" (Juan de Robles), o en frases hechas, como "sin innovación alguna", "condenar, reprobar toda innovación" y así sucesivamente.
Tuvo que llegar el Siglo de las Luces, que mucho se hizo de rogar, para que conceptos como innovación, novedad, progreso, revolución y otros por el estilo adquirieran connotaciones positivas, al mismo tiempo, por cierto, que se descubrían vacunas, se construían pararrayos, empezaban a independizarse las colonias americanas y se creaban las primeras repúblicas, todo ello a los acordes de la música de Mozart.
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