La madrugada del 16 de enero de 1920 la gente se reunió en Times Square para despedirse del alcohol. Al día siguiente entraba en vigor la 18 enmienda a la Constitución de EEUU por la que se prohibía su consumo. Dos años antes, Gettler escribía en la revista especializada JAMA: "La prohibición por nuestro Gobierno de la fabricación de licores destilados llevará sin duda a la adulteración clandestina".
En efecto, desde entonces y hasta el levantamiento de la prohibición, se produce una especie de guerra química entre el Gobierno y un nuevo actor surgido a la sombra de la Ley Seca, la mafia. Si el primero adulteraba el alcohol industrial, la otra lo redestilaba para venderlo.
El único alcohol que podía elaborarse en suelo estadounidense era el industrial. Desde 1906, los fabricantes estaban obligados a desnaturalizarlo añadiéndole otras sustancias, como el metanol que es capaz de dejar ciega y hasta matar a una persona, para evitar las tasas que tenían las bebidas alcohólicas.
Pero de los 300.000 millones de litros que el Gobierno autorizaba cada año para hacer refrigerante, perfumes o disolventes, unos 40.000 millones se perdían por el camino. Los mafiosos aprendieron a revertir el proceso. Químicos contratados por el hampa redestilaban las partidas robadas en las fábricas para alimentar la demanda de ginebra y whisky de las decenas de miles de garitos clandestinos que poblaban toda la geografía. Sólo en Nueva York se localizaron más de 35.000.
Al principio era relativamente fácil. El Gobierno obligaba a mezclar cien partes de alcohol etílico con dos de metílico. El primero hierve sobre los 68 grados, el segundo un poco antes, a los 65. De esta manera, con el instrumental adecuado, conseguían evaporar el metanol, dejando el etanol listo para ponerle aroma a ginebra, algo de azúcar para el ron o un colorante en el caso del whisky.
El departamento del Tesoro, responsable de hacer cumplir la prohibición, se vio obligado a idear nuevas fórmulas para impedir el consumo de alcohol. Hasta 70 recetas diferentes ensayó, cada una más peligrosa que la anterior. Usaron acetona, bisulfato de quinina, queroseno o ácido carbólico.
Pero las muertes por alcoholismo empezaron a subir. El propio Charles Norris empezó a elaborar estadísticas de muertes por consumo de alcohol y convocar conferencias de prensa para darlas denunciando el "ensayo de exterminación" que estaba llevando a cabo el Gobierno. En 1926, según sus datos, murieron 11.700 personas por beber alcohol en EEUU. El problema era que por entonces no se sabía detectar sus restos en el cuerpo y, lo que es más importante, averiguar si el fallecido lo había sido por tomar demasiado o por beber alcohol adulterado con algún veneno.
Según estimaciones de la autora, 10.000 ciudadanos estadounidenses murieron por beber alcohol adulterado por orden de su Gobierno. "Miles más murieron por beber varias formas de licores clandestinos o, directamente, alcohol industrial", añade.
Al consultar la prensa de la época, como The New York Times o el Daily Record, tanto la oposición demócrata como la prensa liberal acusaron al Gobierno de estar detrás del envenenamiento. Hasta en tres ocasiones, los demócratas (en su mayor parte adheridos al bloque húmedo, como se conocía a los pro alcohol) votaron mociones contra la provisión de fondos para adulterar el alcohol industrial. Pero estaban en minoría. No fue hasta noviembre de 1932, cuando Franklin D. Roosevelt ganó las presidenciales y aseguro que los días felices "han regresado": la Ley Seca se había acabado.
Miguel Ángel Criado - Cómo la Ley Seca creó la ciencia forense
Deborah Blum - Poisoner's Handbook (El manual de los envenenadores, aún no editado en España)
Lindo y querido - Almudena Grandes
jueves, 4 de noviembre de 2010
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