sábado, 6 de noviembre de 2010

Pedro Pablo






La figura de Peter Paul Rubens (1577-1640) es tan contundente como algunos de sus cuadros. La Adoración de los Magos, por ejemplo, un lienzo de casi cinco metros en el que el artista flamenco se autorretrató con espada y cadena de oro. Él había pintado una versión más pequeña de la obra en 1609 y veinte años después retocó algunas figuras y añadió otras, entre ellas a sí mismo. El gesto, nada gratuito, tenía su fundamento: para entonces era, de lejos, el pintor más admirado del planeta.

Un mundo que entre los siglos XVI y XVII vivía su gran crisis y la explosión del primer capitalismo después de que el oro que llevaba cien años llegando desde América facilitara la construcción de palacios cuyas paredes había que llenar con arte. Los tapices eran muy caros y los artistas se vieron inmersos en una suerte de producción semi-industrial de pintura.

En ese escenario triunfó Rubens, que ocupó el trono vacante desde la muerte de Rafael y convirtió su taller en una factoría en la que llegaron a trabajar hasta 25 ayudantes, algunos tan ilustres como Van Dyck. En una carta a un noble británico que requería sus servicios revela que las telas pintadas enteramente "de su mano" costaban el doble que aquellas en las que su participación se limitaba al boceto o los retoques.

Se convirtió en un profesional reconocido que hablaba seis idiomas, ejercía como coleccionista y diplomático -llegó a negociar un tratado de paz entre Inglaterra y España- y se construía en Amberes una casa a la altura de su enorme colección particular, la vivienda de alguien digno de compartir escena con Melchor, Gaspar y Baltasar.

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - EL PAÍS - Madrid - 05/11/2010

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