El coronel Gadafi fue el primero en compararse con el Generalísimo. Pero hasta si no hubiera declarado que está dispuesto a entrar en Bengasi como Franco entró en Madrid, tal vez el líder laborista británico Ed Miliband se hubiera acordado de la guerra de España. La semana pasada recordó la dramática odisea de los republicanos que viajaron durante tres años a Londres, a París, a Ginebra, en busca de una ayuda que nunca recibieron. Después, durante 75 años, los demócratas españoles sintieron la no intervención de las potencias democráticas como la herida más dolorosa. Hoy, los historiadores consideran, además, que aquella aparente omisión fue la clave decisiva de la victoria franquista.
En la España de 1936 no había petróleo, pero en la de 1939 sobraba el wolframio, un mineral estratégico muy escaso y muy valioso, porque era imprescindible para la industria armamentista de la época. Esos yacimientos no bastaron para que, mientras duró su paz, Londres apoyara al Gobierno legítimo de Madrid. Sin embargo, cuando estalló su guerra y el wolframio de Franco se convirtió en un monopolio alemán, Churchill no vaciló en tender al Caudillo una mano secreta, con la tácita garantía de otra no intervención, a cambio de una parte del pastel. Aquella indignidad no hizo menos justa, ni menos noble, la causa de la República española. Las intervenciones militares son una lotería trágica, porque se sabe cómo empiezan, nunca cómo van a terminar. Pero, como los republicanos del 36, los rebeldes libios recorrieron medio mundo para suplicar ayuda antes de recibir el respaldo de Naciones Unidas.
Que no hayan sido los únicos, no envilece su causa. La intervención puede acabar muy mal, pero, ahora mismo, desampararles sería tender una mano secreta al resto de los dictadores del mundo árabe. Y ni siquiera eso sería tan grave como dejarlos solos.
Una puñalada inglesa a la República
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