Entre 1975 y 1980, cada verano, Antonio López (Tomelloso, 1936) se levantaba al amanecer. Cogía el metro en Plaza de Castilla, la estación más próxima a la colonia de casas bajas en la que ya vivía entonces y salía en la estación de Banco de España. Caminando por la acera del Ministerio del Ejército, entraba en la cercana sucursal del Banco de Vizcaya y recogía el caballete y las pinturas que diariamente le guardaban los vigilantes de la entidad. Cargaba los bártulos y se instalaba en la isleta del paso peatonal que aún hoy separa Gran Vía de Alcalá. Durante 30 o 40 minutos se entregaba a la captura de esa primera luz de la mañana.
"Decidí pintar Gran Vía porque siempre me pareció muy surrealista. La idea me surgió durante un amanecer de domingo paseando con Enrique Gran. Para nosotros, que no teníamos un vínculo de cotidianidad con la vida de esta calle, la seducción que ejercía sobre nosotros era insuperable. No hay más que contemplar esas dos aceras, ese muro continuo. Es algo metafísico. Enrique la definió perfectamente: "Es real como una enfermedad". Era justo esa la sensación que me producía. En esa primera hora del día, lo que contemplábamos era una gigantesca grieta. La Gran Vía vacía y sin coches era verdaderamente impresionante, una imagen muy distinta a lo que acostumbrabas a vivir en la ciudad. Quise expresar en la pintura ese aspecto fantasmal que puede tener el mundo en que vivimos. Es algo que sólo se aprecia desde fuera. Tiene un tono onírico muy potente. La sensación fue tan tremenda que, después de tantos años mantengo fresco ese recuerdo."
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